11/01/2012

La vieja de la combi

Siempre tomo una combi para ir al trabajo. De hecho, su existencia es el único motivo por el cual no renuncié después de mudarme lejos de Capital Federal: subir a un tren atestado de gente o tardar dos horas en colectivo no constituían opciones.

La combi que uso me resulta cómoda porque, más allá de las características físicas que comparte con el resto, es rápida, oscura y silenciosa. Nadie habla ni escucha música fuerte, excepto algunos “no habitués”, a los que la mayoría miramos mal porque queremos descansar.

A decir verdad, yo no descanso, o no lo hago durmiendo. Sí cierro los ojos y pienso mucho, durante todo el trayecto, y a veces me confundo y creo que eso es soñar.

En fin, esto de viajar en la misma combi y a la misma hora te brinda cierta información acerca de las personas que comparten tu hábito. Por ejemplo, sé que el grandote con barba, mochila y auriculares ronca, que una rubia es la única que desciende en Av. Belgrano, que a un tipo le da risa el programa radial que escucha y que dos hermanos van a la UADE.

Entre esos personajes está la vieja, a quien conocí porque todos los días a las 7:30 hs. suena la alarma de su celular para evitar que se quede dormida. Suena muy fuerte y ella demora en apagarla porque le cuesta salir del letargo.

Del primer momento a hoy me pregunto por qué tenemos que padecer ese ruido insoportable. ¿Acaso no la despierta el sonido de la puerta cerrándose porque otros bajan antes? ¡Vamos, si se sienta en la segunda fila tiene que escuchar!

Eso fue lo primero que me molestó. Después tuvo una época en la que tosía mucho, demasiado, y aunque se trataba de un problema de salud, no podía dejar de fastidiarme. ¡No me dejaba concentrar en mis cosas! Ella tosía, tosía, tosía… y después sonaba su alarma. Yo llegaba al trabajo irritada, detestándola.

Creo que por entonces comencé a mirarla mal. Eso me pasa seguido: mi cara me delata, no puedo evitarlo. Y debe haberlo notado, ya que al parecer la disconformidad es mutua... o eso demostró en las dos oportunidades en que, tratando de superar mi odio infundado, le hablé. “¿Querés agarrarte de acá?”, fue lo primero que le dije, señalándole el pasamanos cercano a la puerta, porque nos habíamos parado a pagar y la combi arrancó de repente, desestabilizándola. No me respondió, no me agradeció, NADA. La segunda vez no la recuerdo, pero sé que tampoco se inmutó.

Después existieron nuevos cruces, como las ocasiones en que no encontré asiento para uno y tuve que optar por los de dos. Entonces, cuando la veía subir, ponía mi cartera en la butaca de al lado y cerraba los ojos simulando dormir, pero ella, a propósito (siempre había otros lugares disponibles), me tocaba el hombro y preguntaba si podía sentarse a mi lado. ¡Qué bronca! Sin responderle, mirándola peor que de costumbre, levantaba mi cartera, bajaba el apoya brazos y la aborrecía cada vez más.

Y es así como, mientras escribo, deseo que mañana y los días que siguen se retrase y no logre alcanzar la combi, cambie el horario laboral, le surja algún gasto imprevisto que la obligue a utilizar el tren para ahorrar o se mude a un sitio remoto donde su alarmita no sea escuchada por nadie más que ella... Aunque, pensándolo mejor, me cae tan mal que comienzo a tomarle cariño.

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