Soy Oliver y recuerdo todas las cosas importantes. Lo que cuenta respecto a la memoria es esto. He observado que la mayoría de las personas de más de cuarenta años gimen como una sierra de cadena porque su memoria no es tan buena como era antes o porque no es tan buena como desearían que fuese. Francamente, no me sorprende: fíjese en la cantidad de basura que eligen almacenar. Imagínese un monstruoso contenedor abarrotado de trivialidades: recuerdos de infancia particularmente vulgares, cinco billones de resultados deportivos, caras de personas que no les gustan, argumentos de culebrones televisivos, consejos relativos a cómo quitar las manchas de vino tinto de una alfombra, el nombre de su diputado, esa clase de cosas. ¿Qué monstruosa vanidad les hace pensar que la memoria quiere estar atascada con esta clase de porquerías? Imagínese al órgano del recuerdo como un empleado de la consigna de una tediosa estación terminal que tiene que cuidar sus insignificantes posesiones hasta que usted vuelva a necesitarlas. Ahora considere lo que le piden que cuide. ¡Y por tan poco dinero! ¡Y por tan pocas gracias! No es de extrañar que la mitad del tiempo no haya nadie detrás del mostrador.
Lo que yo hago con la memoria es confiarle únicamente cosas que se enorgullezca de cuidar. Por ejemplo, nunca recuerdo los números de teléfono. Recuerdo el mío malamente, pero no me entra la angustia si tengo que sacar la agenda y buscar en ella Oliver Russell. Algunas personas -desagradables advenedizos en el reino de la mente- hablan de ejercitar la memoria, de ponerla en forma y ágil como un atleta. Bueno, todos sabemos lo que les ocurre a los atletas. Todos esos remeros espantosamente moldeados se derrumban en la madurez y los futbolistas padecen una artritis que hace crujir sus bisagras. Los desgarrones musculares se solidifican y los discos se sueldan. Contemplen una reunión de viejos deportistas y verán un anuncio de residencias geriátricas. Si no hubiesen forzado sus tendones tan ferozmente...
(...) Pero yo no me acuerdo. No quiero acordarme. La memoria es un acto de voluntad, y también lo es el olvido. Creo que he borrado suficientemente la mayor parte de los primeros dieciocho años de mi vida, los he machacado hasta convertirlos en un inofensivo alimento para bebés. ¿Qué podría ser peor que verte perseguido por todo ese material? La primera bicicleta, las primeras lágrimas, el osito de peluche con una oreja arrancada. No es sólo una cuestión estética, es práctica también. Si recuerdas tu pasado demasiado bien empiezas a culparle de tu presente. Mira lo que me hicieron, ésa es la causa de que yo sea así, no es culpa mía. Permíteme que te corrija: probablemente sí es culpa tuya. Y haz el favor de ahorrarme los detalles.
Fragmentos de Hablando del asunto, de Julian Barnes.
(...) Pero yo no me acuerdo. No quiero acordarme. La memoria es un acto de voluntad, y también lo es el olvido. Creo que he borrado suficientemente la mayor parte de los primeros dieciocho años de mi vida, los he machacado hasta convertirlos en un inofensivo alimento para bebés. ¿Qué podría ser peor que verte perseguido por todo ese material? La primera bicicleta, las primeras lágrimas, el osito de peluche con una oreja arrancada. No es sólo una cuestión estética, es práctica también. Si recuerdas tu pasado demasiado bien empiezas a culparle de tu presente. Mira lo que me hicieron, ésa es la causa de que yo sea así, no es culpa mía. Permíteme que te corrija: probablemente sí es culpa tuya. Y haz el favor de ahorrarme los detalles.
Fragmentos de Hablando del asunto, de Julian Barnes.
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