La revelación tuvo lugar cuando, a la edad de cinco años, en mi primer día de colegio, tuve la sorpresa y el susto de oír una voz que se dirigía a mí pronunciando mi nombre. -¿Renée?- preguntaba la voz, mientras yo sentía posarse sobre la mía una mano amiga.
Era en el pasillo donde, con ocasión del primer día de colegio y porque llovía, se había apelotonado a un tropel de niños. -¿Renée?- seguía modulando la voz que venía de lo alto, y la mano amiga no dejaba de ejercer sobre mi brazo -incomprensible lenguaje- ligeras y tiernas presiones.
Levanté la cabeza, en un movimiento insólito que casi me dio vértigo, y mis ojos se cruzaron con una mirada.
Renée. Se trataba de mí. Por primera vez, alguien se dirigía a mí por mi nombre. Mientras que mis padres recurrían a un gesto o a un gruñido, una mujer, cuyos ojos claros y labios sonrientes observé entonces, se abría camino hasta mi corazón y, pronunciando mi nombre, entraba conmigo en una proximidad de la que hasta entonces yo nada sabía. En un destello doloroso, percibí la lluvia que caía en el patio, las ventanas lavadas por las gotas, el olor de la ropa mojada, la estrechez del corredor, angosto pasillo en el que vibraba la asamblea de párvulos, la pátina de los percheros de pomos de cobre en los que se amontonaban las esclavinas de paño barato, así como la altura de los techos, a la medida de los cielos para la mirada de un niño.
Fragmento de La elegancia del erizo, de Muriel Barbery.
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